domingo, 25 de marzo de 2007

Vitácora de un parpadeo

Y en ese momento una seca cana cayó de su cabeza; zigzagueando por el aire rebotó en su muslo y fue a parar al suelo. Ahora no sería más que otra pelusa en la gastada vereda. Un apurado transeúnte la patearía luego hasta el portal de entrada del edificio. Nada más que una insignificante pelusa. Y así se pasearía por el enorme palier de entrada, iniciando sus primeras aventuras. El primer desafío fue el enorme escalón que pudo superar gracias a un cálido vientito del oeste, elevándose y escurriéndose hasta quedar frente al ascensor. Afortunadamente, el cadete de la oficina del tercer piso posó sobre ella la suela de su lustrado zapato con suficiente fuerza como para quedarse adherida. La subida fue dolorosa ya que el cadete rondaba los noventa kilos, razón por la cual se sintió aliviada cuando éste se bajó al pasillo del tercero. Enseguida se aferró con toda su fuerza al felpudo de entrada de la oficina. La oportuna salida de la señorita Susana de la oficinita la salvó de un ejercito de garrapatas que ya empezaban a incomodarla, y junto a ella volvió al ascensor. Una vez en él, la señorita Susana no eligió descender hacia la calle como se supone haría una vez terminada su jornada laboral. Es que Susana tenía un amante en el séptimo B, a quién visitaba los Lunes y Jueves de cada semana.
Nuestra amiga pelusa se movió con una libertad jamás soñada que la extasiaba por todo el amplio semipiso del joven muchacho del séptimo B. La fiesta no duró mucho. Fue su desgracia la ráfaga de viento que la elevó cuando Susana abrió la ventana del balcón, posándose sobre las cabezas de los amantes, y despidiéndose hacia el vacío de la ciudad. Pero de allí no hubo caída ni zigzagueante descenso. Quedó suspendida entre los edificios en lo que para ella fue la eternidad. Quizás nunca bajó, quizás desde allí ella también dejó caer una insípida cana a la gastada vereda...

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